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jueves, 23 de junio de 2011

Excursión a la luna

Amiga página en blanco. Conocedora de mis pensamientos e inquietudes. Confidente de mis dichas y desdichas. 
Hoy pongo en conocimiento tuyo, la que ha sido mi mayor aventura en un viaje. Espero que la guardes minuciosamente como siempre lo has hecho. Sabes que no me fio de mi memoria,  por lo que siempre recurro a ti.
Como ves, he vuelto de mi semana en la isla de Tenerife. Si te soy sincero, ayer cuando el avión se acercaba a la pista de aterrizaje del Aeropuerto de Barajas, tenía una sensación de frustración que iba creciendo minuto a minuto. Sabes que soy un aventurero, y tras siete días en Tenerife, solo seguí el rebaño de turistas de muchas nacionalidades que iban de un sitio a otro y tuve una experiencia amarga, digna de olvidar. Mi único alivio, fue pasar un día perdido en la isla de la Gomera, conociendo sus gentes, disfrutando de su gastronomía y aprendiendo más de una cultura muy peculiar.
Hoy, con la mente más relajada y esclarecida, he despertado dispuesto a contarte esta historia que ayer quería olvidar y hoy pienso, es la llave del recuerdo de aquel viaje.
Te explico……
Aquel día, el último en la isla de Tenerife, lo iba a dedicar en hacer una excursión obligada para cualquier turista. El Teide, el pico más alto de España, me esperaba aquella mañana.
Como ya sabes, soy algo dormilón, y cuando sonó el despertador del móvil, lo apague por inercia mecánica. Treinta minutos más tarde, abrí los ojos ¡Me había dormido! ¿Cómo iba a volver a la península, sin ver el Teide?
Me vestí, con la poca ropa que había dejado tirada en el suelo la noche anterior, arrugada y con algún resto de bebida espirituosa que no pudo entrar en mi cuerpo por falta de espacio….O de ganas ¿Ya no recuerdo?
Salí del hotel corriendo, la cara de mi amiga Natalia, la recepcionista, pude ver que me decía ... ¿Qué raro? ¿No desayunas hoy? Yo le respondí con un escueto  ¡Buenos días!
Los quinientos metros que separaban la parada del autobús con el hotel, me parecieron kilómetros. La brisa fresca del mar, de aquella mañana me golpeaba el lado derecho de mi cuerpo, mientras el izquierdo comenzó a lanzar gotas de sudor. A lo lejos vi un autobús en marcha, no había nadie en la calzada, ¿Seria ese el mío?
Cuando me estaba acercando busque mi móvil en el bolsillo para mirar la hora, sabes que no estoy acostumbrado a llevar relojes de pulsera, pero entre que buscaba en un bolsillo y otro, me encontré en la puerta abierta del autobús, donde el conductor me miró con cara de pocos amigos. Un señor muy amable, se acercó bajando un escalón y con sonrisa un tanto pícara me recordó que me estaban esperando.
Una vez dentro de la guagua, como llaman al autobús por aquellos lugares, volví a buscar mi móvil, y caí en la cuenta, que el aparatillo tan necesario en nuestra vida cotidiana, se había quedado descansando en la mesita de noche de la habitación.
Amiga, se que te estarás preguntando, ¿Dónde vas tú sin móvil? Pues la verdad, no me preocupé mucho. La excursión era solo de mediodía y una mañana desconectado del mundo me vendría bien. Además, observe que el flamante reloj, que me regalaron en la agencia de viajes, lucia en mi muñeca izquierda. No tenia que preocuparme.

El camino, no fue largo. La carretera algo estrecha y llena de curvas, me mareo, un poco. Por el camino el guía nos conto la función que desempeñaban todos los arboles que íbamos dejando atrás, para el abastecimiento de agua potable en la isla. No me preguntes cual era esa función, pues la verdad no puse mucha atención. Iba más preocupado de preparar mi cámara de fotos y contar el escaso dinero que guardaba mis arrugados pantalones vaqueros. Cinco euros en monedas de cincuenta y veinte centimos, era mi patrimonio para aquella mañana. Pensé que para pasar la mañana, tendría suficiente. Llevaba todos los gastos pagados y a las dos de la tarde estaría en el hotel, dispuesto a saciar mi cuerpo, que ya empezaba a echar en falta el desayuno.
De repente, el paisaje empezó a cambiar, iban escaseando los arboles, y comenzaban a verse claros, llenos de piedras de extrañas formas. A la indicación del guía, miré al frente. El Teide aparecía ante nuestros ojos. Sobresalía entre una serie de colinas. Ya solo había piedras, ni una mala hierba, desmintiendo el dicho de mala hierba nunca muere. Cuando estábamos llegando al pie de la montaña, el guía nos indicó que miráramos para abajo, pues ese era el paisaje más parecido a la luna, que podríamos ver en el mundo. Yo no sé qué pensar, nunca he estado en la luna. Tú me dirás amiga, algún día, si el guía tenía razón, pues de ti ha salido toda la sabiduría conocida y en ti confío más que en nadie.
Antes de subir al teleférico, que nos llevaría a la cima del Teide, el guía nos dijo que a las doce  salía el autobús. A partir de ese momento y hasta esa hora éramos libres. Sin perder tiempo me introduje en la fila de rigor, para después de veinte minutos y una foto recuerdo que no compré,  pues mis fondos aquel día estaban a la baja, comenzar a subir al pico más alto de España.
Diez minutos en teleférico y llegamos a la cumbre. Una chica que allí trabajaba, nos avisó al bajar del aparato, que notaríamos falta de oxigeno, pues en esas alturas era normal y que anduviéramos despacio para mitigar el efecto. Igual que te lo digo a ti, se lo diría hoy a ella, si la tuviera delante. ¡Lo único que noté fue frio! Y es que mi camiseta de tirantes de la noche anterior, no iba mucho en consonancia con las prendas de los demás visitantes.





Corrí, más que andar, sin notar ninguna falta de oxigeno, entre los senderos de piedra volcánica. Tenía ganas de echar las fotos de cortesía y bajar otra vez al calor. Solo había piedras, según dicen procedentes de la solidificación del magma expulsado por el volcán, pero al fin y al cabo, piedras y el paisaje espectacular cuando subía, dejando las nubes por debajo del teleférico, fue decepcionante. Solo se veía una intensa niebla amarilla que impedía contemplar las siete Islas Canarias, que me dijo la chica de la entrada que iba a ver.


De repente me encontré con el guía, que me informó que la niebla era calima, por lo visto, arena del Sahara que la arrastraba el viento. ¡Mal día, ha escogido usted de venir! Con lo bien que estaba en la cama.  Me dijo.
Pues la verdad es que sí, dije yo riendo mientras pensaba lo mal que me estaba cayendo ese señor. Me despedí de él, lo más rápidamente que pude y terminé el recorrido. Siete fotos y mucho frio, eran los recuerdos que me llevaba de la cima del Teide. Una vez dentro del teleférico de vuelta, el calor empezó a entrar en mi cuerpo lentamente.
Miré mi reloj, bonito regalo de la agencia, pensé, eran las doce menos veinte. Pues si, como imaginas fui directo a la cafetería. Mi humor sin desayuno se avinagra, y hasta las doce, tenía tiempo de reponer fuerzas.
Cuando vi los precios de la cafetería, mi humor terminó pudriéndose. Claro, que con cinco Euros en el bolsillo, todo parece muy caro.
Invertí un Euro, en un bollicao de más de una semana de fabricación, desechando la idea primigenia de un buen bocata, ya que siempre hay que guardar algo de fondos para imprevistos. Y todo indicaba, que aquel día iba a batir el record de mi vida.
Como sabes, no soy yo, de mucho chocolate, y el bollicao me supo mal y a poco. Pero sentado al calor del sol y contemplando el paisaje lunar, donde solo se distinguía un edificio a lo lejos entre un mar de piedras irregulares, mi ánimo se fue reconfortando.
Fumé el último cigarrillo que me quedaba, pensando que en una hora estaría en el hotel, disfrutando de una copiosa comilona. Mientras paseaba por la zona volví a mirar mi reloj. Eran las doce menos cuarto. ¿Qué raro? ¿Tan poco tiempo ha pasado, desde que compre el dulce y encendí el cigarro? Pensé un tanto preocupado.
Fui al lugar de encuentro y  ¿Qué crees?
 ¡¡¡El autobús  bajaba el camino que conducía a la carretera principal, impune a los gritos que de mi garganta empezaron a salir!!!
Tres o cuatro minutos, observé absorto como la guagua reducía su tamaño.
Según el programa de la excursión, se dirigía a los llamados Roques de García, que según mi ex guía, aparecían en los antiguos billetes de mil pesetas.
La verdad, amiga mía, que no tenía yo la mente muy lucida para acordarme los dibujos que salían en aquellos billetes, que tan de tarde en tarde entraban en mi bolsillo juvenil y tan pronto salían de él.
Cuando empecé a recobrar el sentido, me entraron escalofríos, creo que en vez de alma, tenia fuego. Muy decidido volví a buscar mi móvil en los bolsillos. Aunque de ellos, solo salió un calambre, traducido en una risa nerviosa que esbozó mi boca.
Más de veinte minutos anduve de un lado a otro de la parada de autobuses, observando el paisaje. Millones y millones de piedras, de todos los tamaños y formas, bajo mis pies, y una estrecha carretera serpenteando entre ellas. A lo lejos, un edificio blanco, rompiendo la monotonía del paisaje.
Sin teléfonos donde llamar para aplacar mi ira, unos ruidos sospechosos en mi estomago, producto de la indigestión que me produce la bollería industrial o del hambre que empezaba a tener, ya no sé lo que seria, la única solución que se me ocurrió fue preguntar a las personas que me iba encontrando, si alguien iba a Tenerife Sur.
Paradójicamente, todo el mundo se alojaba o era de Tenerife Norte. Quizá, mi cara desencajada y la ropa sucia y arrugada no inspiraban mucha confianza
Te preguntaras, como salí de aquella situación. Pues ya, resignado, me senté a contemplar las guaguas, que bajaban y subían por la carretera de acceso, cuando junto a mi aparcó una, del servicio público. Un hombre de unos cincuenta años, bajito y con un bigote acorde a otra época, bajo del autobús. Era el chofer.
Salí corriendo hacia él, y mirándome con cara de susto se detuvo. Le conté toda mi historia y muy amablemente, como el eslogan que llevaba la carrocería de la guagua, me informó que a las cinco de la tarde, salía un autobús, dirección playa de las Américas y el precio del billete era de cuatro euros con cincuenta. La parada se encontraba en el Parador de Turismo, y podría llegar a él, por la misma carretera que atravesaba las cañadas del Teide, a unos siete kilómetros, dirección Tenerife Sur. Era el único edificio que se veía desde esas alturas, no tenia perdida.
Mientras rebuscaba en mis bolsillos, las necesarias monedas, agradecí al chofer su información, quien me pregunto si tenía suficiente dinero para el billete. Contando céntimo a céntimo, no junte más que cuatro euros.
Mi nuevo amigo, no dudó en buscarse en el bolsillo y alargando su mano cerrada hacia mí, con la otra me tocó el hombro, me hizo entrega de un donativo de tres euros. Se disculpo, por no tener más suelto, para que pudiera comer algo más sustancioso, pero yo casi con lágrimas en los ojos, le dije que con cincuenta céntimos era suficiente para el billete y no aceptaría nada más. Si la vergüenza, me lo hubiera permitido, le habría dado un abrazo y un beso.
Dos opciones tenía, para recorrer la distancia de 5 Kilómetros que me separaban del Parador Nacional de Turismo de Tenerife.
Una, siguiendo la carretera. Una forma cómoda, pero que me haría invertir más tiempo.     Otra, campo a través, por mitad del desierto pedregoso.
Como sabes, que siempre suele pasarme, elegí la más difícil.
Cruzar un inmenso pedregal, a 40 casi cuarenta grados de temperatura, sin agua y sin un solo árbol que dar sombra. 
La sensación de haber tomado una mala decisión se acrecentó, cuando llevaba la mitad del camino y vi pasar un coche de la guardia civil, por la carretera. Pensé que ellos hubieran parado para llevarme a mi destino. Pero ya no había remedio.         
Mi caminata duró una hora y media. El sol abrasador y unos simpáticos lagartos que aparecían de la nada fueron mi única compañía.
Los primeros diez bichillos que me presentaron sus respetos, me causaron mucho miedo. Luego, al final, ya hasta hablaba con ellos.
Sentado en la sombra del único árbol, en muchos kilómetros a la redonda, pasé dos horas esperando la guagua que me debía llevar a mi hotel. Un continuo entrar y salir de personas del Parador, entretenía mis minutos, que se hacían horas, a causa del hambre, de la falta de tabaco y el cansancio.
No te imaginas, el estado de letargo en el que caí. Creo que incluso llegue a echar alguna cabezadita. Mi aspecto debía de ser horrible. Frente a mí, la imagen de los billetes de mil pesetas se aparecía constantemente. Pude acabar mi excursión, pues me separaba un paseo, pero mi ánimo no estaba para fiestas.
Llego al final mi salvación. Subí a la guagua el primero de los que allí esperaban. No quería quedarme sin sitio. El viaje se me hizo eterno, pero por fin, a las seis de la tarde llegue a la estación de Playa de las Américas.
Corrí al hotel, que estaba a quinientos metros. La cena empezaba a las siete. Tenía tiempo de ducharme.
Al entrar al hotel, había recobrado la sonrisa, estaba tranquilo y pedí mi llave en recepción. El chico que me atendió me pregunto por el día. Yo con una sonrisa irónica conteste que había sido inolvidable.
A las siete menos cinco estaba en la puerta del comedor para pegarme la mayor cena de mi existencia. Creo que el hotel perdió dinero conmigo en un rato.
Como verás estuve paseando por el terreno más parecido a la luna. Por lo menos eso dijo el guía.
Amiga página, espero que me digas lo que piensas, ya que de ti ha salido toda la sabiduría universal. Y si es así, no pienso ir a la luna nunca.
Al menos sin agua y sin la ropa adecuada.

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