Mi jornada laboral de once horas diarias me dejaba exhausto, al igual que mis compañeros. Una ducha relajante y poco tiempo para disfrutar ociosos del entorno. Pero yo era diferente. Tenía y tengo un objetivo, seguir formándome. Seguir preparándome para el mundo que está por llegar, después de esta crisis tan brutal. Un mundo laboral, radicalmente diferente de lo que hemos conocido.
Buscando una red wifi pública, llegué a aquella pequeña plaza de Clairac. Llovía a mares y el sol hacía rato que se había escondido por el horizonte que desde el otro lado de la orilla del río Lot, se abría paso. Dentro de mi coche, con la única compañía de una tenue luz que reverberaba desde la pantalla del ordenador portátil, pensé si de verdad valía la pena. Mientras todos mis compañeros disfrutaban de un rato de tranquilidad, yo encerrado en el habitáculo incómodo de mi Seat Toledo, intentaba los ratos que la señal me permitía seguir preparando los exámenes de junio.
Entonces sucedió. Me sentí un héroe. Alguien que estaba consiguiendo salir al paso del repugnante hoy, para regalarme pagando con esfuerzo, un futuro esperanzador, diferente. Entonces como todos los dioses mitológicos conocidos, hice un esfuerzo que entonces me parecía sobrehumano. Repetir ese ritual, en la misma plaza y a la misma hora, durante los tres meses que restaban hasta la fecha de aquellas evaluaciones.
El resultado me bajo del olimpo. Cuatro de cinco, seguía siendo mortal. Pero después de aquel esfuerzo necesitaba traducir esas sensaciones en algo tangible. En algo que me recordara que el esfuerzo siempre merece la pena, aunque al final sigamos siendo los mismos.
He aquí el resultado.
He aquí el resultado.