Nunca fue fácil para un emigrante abandonar su pueblo, su ciudad o su país; dejar atrás su familia, su casa, sus amigos, su vida, para conseguir un poco de estabilidad laboral, un poco de libertad de pensamiento o lo que es más grave, para proteger su vida. Nunca fue fácil para un emigrante recorrer el camino que le alejaba del mundo que conocía; un camino que lo llevaba a tierras extrañas de las que muchas veces por no conocer, no conocía ni el idioma. Nunca fue fácil para un emigrante llegar al destino al que la vida le empujaba; aguantar horas, días o meses de viaje en incómodos asientos de autobuses, trenes o desvencijados camarotes. Nunca fue fácil para un emigrante mantenerse firme en su propósito; cuando gran parte de los beneficios de su trabajo los enviaba a España en remesas que ayudaban a mantener a su familia, mientras pasaban auténticos apuros para subsistir. Nunca fue fácil para un emigrante retornar a su país de origen; porque en el lugar en el que había vivido tantos años, donde había construido su vida, ahora dejaba una familia, unos amigos. Volvía a dejar una vida. Nunca fue fácil la vida del emigrante porque en su alma siempre faltaba algo que se veía obligado a dejar atrás.
En esa vida difícil, maltratando su propio espíritu, un emigrante cualquiera volvió un día a España para pasar los últimos años de su vida en paz. Una tranquilidad que se ha ganado y por caprichos del destino, ahora también le quieren quitar. Y es que, resulta que no es fácil para un emigrante sentirse cómodo en su país, porque el Estado le trata como a un estafador cualquiera. Un vulgar defraudador.